El carnaval, desde luego, no es una fiesta eclesiástica. Pero, por otro lado, tampoco es imaginable sin el calendario festivo de la Iglesia. Por eso, una reflexión sobre su origen y significado puede resultar sin duda útil también para la comprensión de la fe.
Las raÃces del carnaval son múltiples: judÃas, paganas, cristianas, y las tres remiten a aspectos comunes de los seres humanos de todos los tiempos y lugares. En el calendario festivo judÃo le corresponde aproximadamente la fiesta Purim, que conmemora la salvación de Israel de la amenaza de la persecución en el Imperio persa, salvación que, según el relato bÃblico, se debe a la reina Ester. La desbordante alegrÃa con que se celebra la fiesta quiere ser expresión del sentimiento de liberación que, en ese dÃa, no es sólo recuerdo sino también promesa: quien está en manos del Dios de Israel se ve liberado de antemano del lazo de sus adversarios.
Al mismo tiempo, detrás de esta fiesta licenciosamente mundana que, sin embargo, tenÃa y sigue teniendo su lugar en el calendario religioso se encuentra aquel saber acerca del ritmo de los tiempos que halla una formulación válida en el libro del Eclesiastés: «Todo tiene su momento y, cada cosa, su tiempo bajo el cielo. Hay tiempo de nacer y tiempo de morir. Hay tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado [. . . ] Hay tiempo de llorar y tiempo de reÃr. Hay tiempo de gemir, y tiempo de bailar» (Qoh 13,1ss). No todo es acertado en cualquier momento: el hombre necesita un ritmo, y el año ofrece ese ritmo ya desde la creación, y de nuevo desde la historia, que la fe representa en el curso del año.
Con ello hemos llegado al tema del año eclesiástico, que permite al hombre recorrer con el ritmo de la creación toda la historia de salvación y que, de ese modo, ordena y purifica al mismo tiempo lo caótico y múltiple de nuestra naturaleza. En este ciclo hecho de naturaleza y de historia no se deja fuera nada humano, y sólo asà puede ser salvado todo lo humano, lo oscuro y lo luminoso, lo sensorial y lo espiritual. Cada cosa recibe su lugar en el conjunto, un lugar que le otorga sentido y que lo libera de su pérdida en la singularidad. Por eso es necio pretender prolongar el carnaval cuando los negocios y las agendas lo recomiendan: el tiempo fabricado por uno mismo se convierte en aburrimiento porque, de ese modo, el hombre se torna en su propio creador, se queda solo consigo mismo y, asÃ, se encuentra verdaderamente abandonado. El tiempo deja de ser el regalo múltiple de la creación y de la historia para, convertirse en el monstruo que se devora a sà mismo, en el movimiento en vacÃo de lo eternamente idéntico que nos centrifuga en su circularidad sin sentido hasta que nos devora también a nosotros.
Pero regresemos a las raÃces del carnaval. Aparte de la prehistoria judÃa se encuentra la pagana, cuyo rostro fiero y peligroso nos mira todavÃa desde las máscaras utilizadas en el ámbito alpino y suabo-alamán. Aquà se trata de ritos de la expulsión del invierno, de la expulsión de los poderes demonÃacos: en el cambio del tiempo se sentÃa la amenaza del mundo; habÃa que asegurar la nueva creación de la tierra y de su fecundidad frente a la nada con que el mundo entraba en contacto en el sueño del invierno.
En este punto podemos observar algo muy importante: la máscara demonÃaca se convierte en el mundo cristiano en una mascarada divertida; la lucha con los demonios, en que la vida corre peligro se vuelve un gaudium previo a la seriedad de la Cuaresma. En esta mascarada acontece lo que podemos ver a menudo en los salmos y en los profetas: la misma se convierte en una burla de los dioses, a los que ya no necesita temer quien conoce al Dios verdadero.
Las máscaras de los dioses se han tornado en un espectáculo divertido, expresan la alegrÃa desbordante de quienes pueden tomar como motivo de risa lo mismo que antes les producÃa horror. En tal sentido, en el carnaval se esconde sin duda la liberación cristiana, la libertad de un Dios que lleva a aquella plenitud de la que se trataba en la fiesta judÃa de Purim.
Pero, si asà es, cabe preguntarse al final: ¿tenemos todavÃa esa libertad? ¿No es asà que, por último, queremos liberarnos también de Dios mismo, de la creación y de la fe, para ser plenamente libres? ¿Y no trae esto como consecuencia que nos vemos entregados nuevamente a los dioses, a los poderes del negocio, de la avaricia, de la opinión pública? Dios no es el adversario de nuestra libertad sino su fundamento: esto es lo que tenemos que aprender de nuevo en estos dÃas. Sólo el amor, que es omnipotente, puede ser fundamento de una alegrÃa sin miedos.
J. Ratzinger, El resplandor de Dios en nuestro tiempo, Herder. Barcelona 2008, pp. 87-91